Mi relato comienza en una ducha, un pequeño cubículo de adobe y cañizo que apenas deja sitio para colgar la ropa, y que según recuerdo, tenía un hueco enorme a modo de ventana desde donde se veía en toda su amplitud una vista de los tejados de Palermo. Era la ducha de la pensione donde habíamos ido a parar cuatro compañeras de Erasmus cuando decidimos regalarnos un viaje a Sicilia para conmemorar un fin de curso lleno de incertidumbres, exámenes orales en italiano y una sarta de merecidas buenas notas. Recuerdo la luz reverberando en los muros resquebrajados por el sol y las manchas azul turquesa de los depósitos de agua que debía haber en cada azotea. Cielo azul, sol, cúpulas doradas y muros caídos llenos de manchurrones. Era Palermo pero podría ser Almería o El Cairo, el Mediterráneo a lo lejos y de cerca canciones de vecinas que tienden ropa, radios a un volumen alto y el rumor del tráfico a lo lejos.
Me enjabono despacio sacando con parsimonia litúrgica el gel de baño de un botecito muy pequeño. El botecito, dos camisetas y un cepillo de dientes en una mochila, nada más. Supongo que me pongo a cantar, allí en una terraza de un palazzo siciliano de más de cien años. Cae la tarde y probablemente acabe de volver de Agrigento en un tren que pasa por Corleone, he visto los templos griegos, y he reunido monedas suficientes para comprar una granita di limone en la estación, que tiene mezclados entre los trocitos de hielo las pepitas y parte de la cáscara. Supongo ahora que es uno de esos momentos bisagra de mi vida, cuando veo que el final de mi carrera universitaria es cuestión ya de unos cuantos trámites burocráticos a la vuelta a Granada, pero que irremediablemente resume la persona en la que me acabaré convirtiendo, entrando ya de pleno en la vida adulta: eso es lo que quiero ser, una persona que viaja en tren, que visita ruinas y templos y que se pierde en los paisajes urbanos tratando de descifrar sus códigos de conducta, sus normas y sus leyes, que busca en las calles tratando de adivinar por qué el trazado vino así y por qué aliñan la comida de aquella manera.
El sueño italiano, la dolce vita, habían comenzado el mes de noviembre de 1996 cuando puse mis pies en el aeropuerto de Fiumicino.
Ni idea, no tenía ni idea de hilar una palabra con otra, yo sólo quería que tuvieran la certeza de que sí, de que llegaría el seis de noviembre, que me reservaran una habitación en algo parecido a una residencia, quería saber si debía llevarme sábanas y si servía la misma matrícula que había hecho en Granada. Tuve suerte, en el mismo pasillo de la Facultad me crucé con la chica de aire resuelto que acababa de volver de Perugia y de un plumazo me puso al día de usos y costumbres, resolvió acompañarme al departamento para hablar por mí y volvimos a tener, ya esta vez ella y yo juntas, el segundo golpe de suerte. Un tal Maurizio venía de Nápoles y acabó de resolverlo todo en una conversación con una tal Riccio. Con Maurizio mantuve después cierta correspondencia que me servía para ver la vida de mi barrio y de mi ciudad a través de los ojos de un napolitano Erasmus. Supongo que a él le pasó lo mismo, le serví para explicarle su propia ciudad, su facultad y sus profesores. Patricia aún hoy sigue apareciendo al final de los oscuros pasillos de mi vida, siempre cuando menos la he esperado, simplemente para prometernos que sí, que de la semana que viene no pasa que desayunemos juntas, que tenemos que salir una noche.
El avión despegó a las cuatro y se adentró velozmente en la negrura de volar hacia el este en una tarde de noviembre. Eclesiásticos importantes de la curia daban cuenta de bebidas a la carta mientras un coro de peregrinos mexicanos entonaban canciones de acción de gracias al Señor por no habernos matado ni al despegar ni al aterrizar. Mientras me peleaba con los de la Curia por un carrito en Fiumicino comencé a reír desaforadamente, a carcajadas, qué coño hacía yo allí, dónde iba a dormir, qué lejos estaba Nápoles, ya no estaba en España y tardaría meses en volver. Efectivamente dormí en una especie de convento, una casa enorme con una biblioteca oscura donde desplegaron una cama al que llegué después de caracolear por todos los barrios altos de Roma en el asiento trasero del taxi de Roberto Benigni de Noche en la Tierra. Es verdad, llegas a Italia a vivir y ya estás dentro de una película.
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