Granada mantiene una relación cuando menos extraña con Sierra Nevada, ese inmenso telón de fondo que se vislumbra casi desde cualquier sitio, a la vuelta de la esquina de un callejón o como gran cartel turístico de bienvenida al entrar por la autovía. Empieza a llover y el granadino aparta las cortinas, mira por la ventana y dice “Esto es nieve en la Sierra”. Si es un poco más expresivo dirá “¡Madre mía lo que tiene que estar cayendo arriba!”.
Pero no hay que engañarse, salvando unos pocos, los granadinos mantenemos una relación huraña y esquiva con nuestros farallones, esquiar ha sido siempre caro y aparatoso, y todo lo más los granadinos establecen vínculos con Sierra Nevada a través de vagas promesas de irse a hacer senderismo por la Vereda de la Estrella el primer domingo que haga bueno.
Creí comprender el vínculo de una ciudad con su montaña de al lado aquel año Erasmus en Nápoles. El comentario del día por la mañana era si se veía bien el Vesubio, si lo tapaba la niebla, si una fina capa de nieve lo cubría o si el restallar del sol de media tarde en primavera le arrancaba reflejos metálicos. La ciudad somnolienta acunada por su montaña madrina, la que le da de comer, la que aparece siempre de fondo en las postales que aún venden en las tiendas de souvenirs.
Yo apenas he esquiado, y mi vínculo principal con Sierra Nevada fueron mis largas temporadas de trabajo en los ayuntamientos de Güéjar Sierra o Pinos Genil, ambientadas por el olor de la cebolla frita que me llegaba de las carnicerías cercanas donde elaboraban morcillas suculentas. Y también el libro del Padre Ferrer, “Sierra Nevada”, en su preciada edición de 1971 que criaba polvo en la biblioteca de mi padre y que muy pocas veces cogía porque era de un peso y un volumen extraordinarios.
Hace poco mantuve una conversación sobre este hombre peculiar. Jesuita, explorador, montañero, geógrafo, legendario por sus misas celebradas a miles de metros de altitud y por tener el atrevimiento de elaborar una obra tan magna como ese libro.
Para quien no haya tenido la suerte de tener esa joya bibliográfica en sus manos, es como una especie de lápida que al abrirse despliega decenas de mapas y centenares de magníficas fotografías en blanco y negro y en color. Llaman la atención las fotografías aéreas en blanco y negro que se cubren con láminas de acetato donde están señalados en rojo los accidentes geográficos, las rutas y los barrancos. Muchas de las fotografías documentan momentos que permanecen en el imaginario granadino, como esas murallas de nieve abiertas por las máquinas para que transitaran los coches, y que se vendían en postales con un cielo azul turquesa. Es verdad que el libro está prologado por don Manuel Fraga Iribarne y que en ocasiones constituye un canto a los Paradores de Turismo y a los albergues universitarios de Educación y Descanso, pero también está descrita cada mariposa, cada brizna de hierba, cada dolomía, granito, esquisto o pizarra, la dieta del buen montañero, cárcavas, glaciares, tranvías olvidados, animales montaraces, pueblos alpujarreños, aguas medicinales y carreteras imposibles. El Padre Ferrer se enamoró de una montaña y dejó un legado impagable para el que quiera aprender a leer en los senderos y en las rocas.
Sierra Nevada sigue ahí, esperando para todos, incluso para los que cambiaron los esquís y los crampones en invierno por las guitarras eléctricas en sus noches de verano.
Compañera! Qué suerte leerte, aunque más bien te escuchaba..porque te expresas tan bonito que se oyen tus palabras. Un beso desde el Sur de tu querida Italia.
Rosario Gomis
Compañera! Me alegro de que te haya gustado. Un abrazo grande.
elcarrodeheno
Me encanta tu blog, saludos de una alpujarreña
Estrella Gonzalez
Muchas gracias. Lo tengo un poco abandonado, pero me alegro de que te guste.
Carmen Robles