Que me aspen si entiendo un ápice de lo que ocurre en Semana Santa. Para según qué cosas parece que he nacido a la orilla del río Hudson y no aquí, de hecho entiendo mucho mejor cualquier cuadro de Hopper que una dolorosa con los ojos en blanco por muy de Mena o de Mesa que sea. Y con la música me pasa lo mismo, ya puede pasar la batukada más estupenda por la calle que un escalofrío me recorre la espina dorsal, y mi subconsciente me lleva a las contadas procesiones que fui de pequeña, a los tambores a centímetros de mi cabeza, los pies doloridos y la certeza de que dolerían durante varias horas más antes de llegar a casa por calles desiertas para coger el último taxi despistado y fuera del recorrido habitual. Como dijo Mafalda «La justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música». Aplíquese en este caso a la música de Semana Santa.
Si es verdad que la Semana Santa lo que hace es sacar arte y cultura en forma corpórea y tridimensional a la calle, yo abogaría por elaborar unos tronos tipo vitrina de museo donde poder pasear las esculturas de Giacometti o los móviles de Alexander Calder. Y aún así alguien me tacharía de rancia y de antigua. Me he quedado en «El arte moderno» de Giulio Carlo Argan y sólo a veces me entero de cosas chulas como las pipas de porcelana que hace el disidente chino Ai Weiwei y de las que la Tate Gallery de Londres le compró solamente ocho millones. Si les acompañara una orquesta que tocara cosas de Anton Webern o Bela Bartòk el resultado sería que yo lloraría de emoción al verlos pasar. Y si hablamos de un arte que entronque directamente con lo popular entonces lo suyo serían esculturas como las que exhibe estos días en el CAC de Málaga el artista KAWS, esculturas en gran formato y de madera maciza tratadas de forma artesanal, hasta ahí nada que objetar. El caso es que representan a Mickey Mouse o personajes de los Simpson, y la característica que las define es que en lugar de tener los ojos en blanco o con lágrimas de cristal tienen los ojos cruzados en aspa.
Este es un tema coronado de espinas, y pocas veces se ha acometido con el debido sentido del humor. Sólo me viene a la cabeza «Los misterios de Madrid», donde Antonio Muñoz Molina relata el secuestro de un Santo Cristo. Lo demás, gravedad, terciopelos, charol, filigranas y mucho oro. Al menos siempre queda el consuelo de volverse a casa en una noche de primavera caminando por el centro de la Gran Vía, como si el mundo fuera nuestro.
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