En la tercera mañana de este año me dejé caer por el establecimiento más democrático de la calle de Serrano, que es el Museo Arqueológico Nacional. Hasta hace muy poco yo visitaba los museos con un niño que se apresuraba a coger el plano en los mostradores de la entrada y correteaba de aquí allá admirando feliz la colocación exacta de las piezas en las salas, y comprobando que el itinerario que seguíamos era el correcto, subiendo y bajando las escaleras a saltos y deslizándose si podía por los suelos bruñidos de mármol o de granito. Una vez franqueamos la entrada el niño de pronto era un preadolescente hosco que miraba con desdén la felicidad que me producía una reproducción exacta de lo que hubiera sido Lucy, y que no dejó de resoplar con hastío delante de cada vitrina, de cada mosaico y de cada estatua. Es una tontería decir que disfruté la visita cuando en realidad hubiera cogido cualquier hacha de sílex y le hubiera dado uso allí mismo. Recuerdo muy poco. Aparte de Lucy, un recipiente que ahora soy incapaz de recordarle la forma pero que servía de urna de votación a los Comuneros de Castilla, y un pasillo en penumbra donde se sucedían grandes láminas de bronce con inscripciones perfectamente legibles en latín: Las leyes de Osuna. Igual si no llegamos a andar en año electoral no le hubiera dado tanta importancia. Porque sí, aunque suene muy rancio decirlo nuestro Derecho se asienta y procede de aquel Derecho Romano, y en realidad somos un poco un producto de aquello. Las láminas explican al detalle todas las reglas que habían de regir el municipio de Urso. Por poner un ejemplo, que los regidores habrían de residir en el término del municipio (¿Como? ¿Alcaldes o regidores que no viven dentro de la ciudad que gobiernan?), que los gobernantes no podrían recibir regalos o emolumentos fuera de su salario para no alimentar la corrupción o incluso el lugar que habrían de ocupar los ciudadanos en los espectáculos públicos. Leyes minuciosas que se exhibían en lugares públicos para despejar las dudas de aquellos sevillanos remotos que iban al teatro cuando aún no tenían ni fútbol ni procesiones. Y es que el municipio, la ciudad, es el germen más primitivo de convivencia, pero me atrevería a decir que también es el más perfecto, o si acaso, el que más debería de perseguir la perfección.
04
febrero
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